No podía creer que a mi edad fuese de las primeras mujeres con las que se acostaba, no podía creer que no tuviera maestría en las manos y que lo obligase a tocarme como yo quería. Necesitaba que apriete mis pezones, con pasión, que tuviera la sutileza de hacerme sentir ese dolorcito placentero, una electricidad que me recorra como cosquilleo helado toda la columna hasta las nalgas y regrese en microsegundos a los pezones para hacer que convulsione y empiece a mojarme. Lamentablemente el cuerpo no dio la pedagogía necesaria para que el pendejo sentado en mi butaca reaccione.—Diario íntimo [fragmento]
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